domingo, 15 de mayo de 2011

Sobre pulpa y LSD.

(Me permito hacer una breve explicación histórica, que sirva para contextualizar y entender el por qué considero Pulp de Bukowski como mi segundo libro fundamental.)


Pulp es ante todo una palabra, de cuatro letras, sonora, que Tarantino intentó mitificar y las empresas de zumo erradicar. Ni tanto ni tan calvo oigan.

Pulp es la caspa, la novela cutre de quiosco, la historia del bueno (que no es tan bueno, porque si fuese tan bueno a estas alturas no nos interesaría) que lucha contra los alienigenas, o contra la mafia, o contra cualquier otro colectivo encuadrable en lo fácilmente topificable.

El pulp es hacer las cosas fáciles, contar el cuento de siempre sin creernos Cortázar o Tolstoi. Obvia decir que el noventa por ciento del pulp escrito está irremediablemente destinado a acabar haciendo las veces de muleta de alguna mesa cojitranca; pero es innegable admitir que hay buen pulp, igual que hay buen pop y hasta buen cine español. Jack London, Conan Doyle o O. Henry hicieron sus pinitos en el las revistas de pulpa

Twain, posiblemente el cuentista con más jeta que ha dado el estado de Missouri dejó para el recuerdo la que a mí parecer pasa por ser la historia más bizarra del género; “Un yanqui en la corte del rey Arturo” (que fue hace no mucho cruelmente violada y destripada para engendrar “El caballero negro” de Martin Lawrence, peli que desde aquí recomiendo a todo aquel que esté por algún tipo de motivo cumpliendo penitencia).

Historias de domingo por la tarde, nada que vaya a hacer que nos replanteemos la vida, el pulp es a la literatura lo que el telefilme al cine. Entretenimiento sano y sin pretensiones.

Un género chico, que a lo largo del siglo veinte fue decayendo; los escritores, esos seres celestiales, empezaron a ser acunados entre los laureles de la genialidad, adquiriendo la falsa idea de que la creación artística pasaba por ser algo serio, trascendental.


Cosa que no deja de ser en ocasiones una paradoja: ¿Por qué cojones se tomaba Albert Camus la vida lo suficientemente en serio como para escribir el amargo drama que es “El extranjero”?

(Nota del autor sobre enseres literario-históricos; dirigida a los niños y demás seres indoctos e infectos: “El extranjero” es un cuento que mesié Camus se sacó de la manga y que habla de lo absurdo del mundo allá por los cincuenta del siglo pasado, yo lo que no entiendo es como Camus no se dio cuenta que ante el absurdo el único escudo posible es el sentido del humor. El pobre hombre prefirió la autocomplacencia y se hizo escritor.)


Me estoy yendo por los cerros de Úbeda. Como iba diciendo, siglo XX, London, Conan Doyle, Twain y compañía van muriendo, como Dios manda, pero la historia sigue sin ellos, surgen narradores nuevos que los críticos e historiadores catalogan de modernistas. Los modernistas anglosajones, hijos bastardos del pulp de principios del siglo pasado que no dudan en cruzar el charco y perderse en la bohème parisina. Estamos hablando del periodo de entre-guerras, y de fulanos de la talla de Hemingway, Faulkner, Scott Fitzgerald y los Miller.

Los Miller, ahí quería llegar yo. Por un lado Arthur, “La muerte de un viajante” es todo lo que sé de él, no me interesa y no me he parado a pensar en la literatura que es deudora de su estilo. Por otro lado Henry.

Henry Miller mola, de la misma manera que puedo afirmar que Céline mola o que Pacumbral mola.


¿Y por qué mola toda esta gente?


Porque son duros, son sucios, son viscerales. En los libros que te hacen leer en la escuela no hay depravación. Bueno, hay poca depravación, en proporción menos de la que te puedes encontrar en la tele o en internet. Ni que decir tiene que menos que la que verás en la vida real,

Umbral, o Céline, o Miller (Henry), son gente depravada; no son buenos, les odiaríamos si fuesen nuestros padres, pero molan, son cobardes y mentirosos, cínicos. Pero a la vez son valientes, son íntegros y en esa dicotomía para mí está la quinta esencia de lo humano (y por ende de lo literario).

Miller escribió sobre la Francia de entreguerras en “Trópico de Cancer”, había sexo, había desamparo, hay miedo. Hay una voz, una voz que tan pronto admite que se siente sola como comenta que le ha salido un grano en la punta de la polla.


A Henry Miller lo tacharon de pornográfico por contar sin pelos en la lengua lo que era la vida, por no suavizar las escenas de sexo, hablaba de la fricción, del sudor y de los pelos. No sólo de eso, pero eso fue lo que llamó la atención.

Lo que llamó la atención de jóvenes americanos al otro lado del charco, jóvenes transgresores y decididos (jóvenes que sabían ser jóvenes). Jack Kerouac se quedó con el culo torcido al leer las perversiones y reflexiones de Miller, tanto fue así que lo tomó como maestro sin dudarlo.

Y Kerouac engendró a Wolfe y Wolfe engendró a Thompson y Thompson se voló la cabeza de un tiro cuando George W. Bush ganó las elecciones hace siete años.

(Contextualizado, empiezo pues a hablar de Pulp, de Charles Bukowski)


2 comentarios:

  1. Joder... Creo k me gusta el pulp... "Un yanki en la corte del rey Arturo" es uno de mis libros favoritos.. kizas fue pk me enamore de Clarence...
    ;-)

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  2. Me alegra que te guste la entrada Olivier. La verdad es que Clarence era un personaje inmenso, pero a mí me hacía más gracia Hank, flipaba con sus ocurrencias (y por ende con las del maestro Twain).

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